-Anna, necesitas dormir- le murmuró a la somnolienta chica.
-No. Necesito que me cuentes uno de esos cuentos, de esos que cuentas cuando estoy medio despierta. Aunque no me acuerde ni de la mitad, siempre recuerdo la moraleja. Necesito que me enseñes, porque soy una puta inconsciente y todo lo hago tarde y mal.
Sand miró a la chica, le cerró los ojos con los dedos y se puso cómodo sobre el frío suelo de la calle.
Suspiró.
Anna también.
-¿Sabes cuál es mi nombre?
Anna negó débilmente con la cabeza.
Sand esperó un rato para volver a tomar la palabra.
-Alessandro.
A Anna no le impresionó en ese momento.
-Sigue- musitó, al borde de la inconsciencia.
Pero Sand no siguió. Anna ya tendría suficiente para el día siguiente.
Y al despertar, Anna recordó, que su pasado guardaba un nombre cerrado bajo llave, enterrado en las antípodas, a tres metros bajo tierra, olvidado en un océano de confusión, perdido en esa niebla de cuando eres pequeña.
Y sí, había miles de Alessandros en todo el mundo, pero ninguno tenía esa expresión decaída en la mirada. Ninguno compartía esa sonrisa. Ninguno olía a pólvora pasada por diez años, y a ninguno le gustaban tanto las malas formas. Por primera vez, Anna recordó algo qué había pasado hacía más de unas horas. Tuvo pasado.
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