Las luces del salón de baile alumbraban a medias a aquellos que asistían a la fiesta.
Vestidos enormes y extravagantes. Exóticos, simples, detallistas.
Era un sueño del pasado para Madeleine. Ella veía ahora sus vestidos de colores guardados en un armario. Veía aquellos vestidos que solían llevar su madre, y sus hermanas. Recordaba la música que oía desde su habitación, cuando entraba su padre, le besaba en la frente y le daba las buenas noches, terminando así un día más en la perfecta vida de aquella niña.
Recordaba a Natasha, bailando con los hombres más guapos de la sociedad.
Cassie con su prometido, queriéndose con distancia y frialdad. Lo que debía ser. Aunque luego se amaban como ellos querían.
A sus padres, orgullosos, hablando con los invitados de mayor prestigio, que ya no podían bailar.
Pero sólo los recordaba, al igual que aquel palacio de ensueño.
La guerra llegó pronto para la pequeña Madeleine, y con tan solo catorce años, ya tuvo que despedirse de su padre.
La Gran Guerra lo inundó todo. Los periódicos, las cabezas, los libros, los ojos, las noches, los sueños y las pesadillas. Todo.
Y aquellos vestidos... eran tan viejos como ella.
-Están tan llenos de pólvora y sangre, como mis recuerdos...
-Abuela... ¿Cómo pasó? Era todo tan bonito...
-Nos despojaron de todo. El Zar había muerto, y todos lo celebraban. Me llevaron a París. A mí y a mis hermanas, y a mi madre. De mi padre nunca supe nada... Y llegaron los años veinte. El siglo, al igual que yo, ya había cumplido la mayoría de edad...Todo era París. Vestidos por la rodilla ¡Qué bonitos eran! Y yo, vestida así, iba a fiestas más modestas, menos cínicas y, sobretodo, muy europeas. El mundo era una locura en todas partes, y París se llenaba de todo tipo de locos. Picasso, Hemingway y tantos otros...
Pero para mí, aquellos años veinte sólo fueron un suspiro de alivio.
Me casé y tuve dos hijos y una hija, pero, apenas disfruté de una vida pacífica unos años, llegaron los alemanes y me arrebataron a uno. A mi pequeño Sean. El más pequeño.
Apenas cumplía dieciséis años cuando, en un acto de valentía, consiguió que le fusilaran.
Pero lo que Dios te da, tarde o temprano, Dios te lo quita.
Pasó la Segunda y, esperando una tercera, vista mi mala suerte, me fui cinco años a Nueva York.
En ese tiempo murió mi marido, y me quedé sin marido ni hijo menor.
Al terminar el mandato de Truman, decidí volver.
Volví sola. Tu madre se había casado al llegar en el 62, y John dos años después
Pasé los siguientes diez años en España, viendo pasar una dictadura.
Y en 1964 volví a Francia. Quince años pasé allí, en el 79 volví a San Petersburgo.
-Felices ochenta años, abuela. Naciste junto a un siglo, y espero que lo veas morir.