Hacía trabajar a la muerte como una esclava y sus gestos favoritos eran guiñar el ojo y desenfundar su arma.
No tenía pelos en la lengua ni llaves a lugares secretos.
Pero ella jamás admitiría que se había dejado pisotear. Que le habían hecho arrodillarse. Que había llorado en el hombro de una desconocida. Porque ahora la impotencia no estaba hecha a su medida y el dolor era un simple juego de críos. Los complejos y llorar en el baño durante los recreos estaban superados. Ya no necesitaba consejos ni defensores (de esos que nunca tuvo cuando fuero necesarios). Ella se había hecho a si misma. Porque lo que no mata, nos hace más fuertes.
Y ella era de acero inoxidable.
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