domingo, 2 de septiembre de 2012

Culpas y guerras.

Tengo la culpa, el mayor de los tesoros. Nadie puede quitármela y esta vez es solamente mía. 

Miramos por última vez nuestros ojos, los míos llorosos, y los tuyos arrepentidos. Sin embargo no dijiste nada, sólo me miraste durante unos segundos y supe que por mucho arrepentimiento que tuvieras, jamás te quedarías, por nada del mundo.
Hasta ese momento creí que no tenía esperanzas. Las tenía. Las había tenido y no lo había querido reconocer. Entonces recordé la sensación que tenía cuando todo empezó y parecía que no era nada. Y sin embargo allí estábamos, despidiéndonos de nosotros mismos. Tú hacia la vida de una niña de ojos negros, yo hacia mi propia muerte. Aunque tú pensabas que no moriría, no sabías que mi decisión había sido otra. De haberlo sabido no te habrías ido.
Esperé a que te marcharas y cuando supe que ya no podrías volver, susurré (aunque en ese momento hubiera preferido gritar) lo que me había estado guardando hasta entonces: un adiós definitivo.
Después cogí mi mochila, que llevaba armas en lugar de ropa, miré de reojo el tren que marchaba hacia el este, y me planteé en silencio la opción de huir hacia mi salvación. Pero como respuesta, mi camino hacia la salvación partió con un sonido estrepitoso y me quedé sola en el andén.
Pasaron dos horas hasta que llegara el tren con destino al sur. Con destino a la guerra. Subí con una mezcla de miedo y valor y me despedí de la única ciudad donde había sido feliz.


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